top of page
Buscar

Cómo gestionar el sufrimiento con una enfermedad autoinmune




Hace poco alguien me preguntaba por Instagram que cómo había manejado y cómo había hecho en el equilibrio entre darme tiempo para llorar y sufrir por la incertidumbre, y ser capaz de no tener miedo e ir más allá.


Lo que nos abre esta pregunta, en realidad, son dos aspectos: por un lado, cómo reconocer cuándo estamos permitiéndonos un espacio para el dolor, y cuándo nos hemos quedado atrapadas en el sufrimiento; y, por otro, cómo hacer para tirar para adelante.


Sin embargo, para poder manejar y encontrar un equilibrio entre darse tiempo y quedarse atrapada, primero tenemos que saber cuando nos encontramos en uno o en otro. Porque resulta que son dos procesos distintos que hacen referencia a dos experiencias distintas: una es el dolor; la otra, el sufrimiento.


Sobre el dolor y el sufrimiento


Cuando hablamos de sufrimiento, hacemos referencia a lo que resulta como consecuencia de un montaje de emociones e ideas que elaboramos para brindarnos una posición de tormento. Ahora bien, el dolor es un sentimiento de pena y congoja que se deriva de lo adverso, de lo que lastima, de lo que resulta implacable, como una enfermedad.


El sufrimiento es una elección. El dolor, no. En el dolor hay permisividad, mientras que en el sufrimiento hay estancamiento y victimismo. Es muy importante tener en cuenta que experimentar dolor forma parte de la experiencia humano, e implica permitirse darse espacio y conectar con lo que uno está viviendo y sintiendo.


Sin embargo, cuando sufro, es porque hay una lucha por el control de los eventos, porque las cosas no están ocurriendo como yo quiero que sean y me niego a ello.


Como consecuencia, incluso el llanto es muy distinto. Cuando lloro porque sufro, no hay alivio. Además, el llanto se vuelve infinito, aunque no haya lágrimas visibles en muchos momentos. Cuando lloro porque experimento dolor, entonces, este llanto me puede aliviar y nutrir, me puede liberar y permitirme avanzar.


De modo que uno se puede permitir llorar, pero no desde la víctima, no desde el sufriente, sino desde un espacio en el que reconoce que eso que está viviendo trae consigo un dolor que no es solo físico por los síntomas que causa la enfermedad, sino porque hay un dolor que habita también en el alma. Y ese llanto la reconforta y nos reconforta.

Resignación y rendición

Y, en realidad, cuando hablamos de sufrimiento y de dolor, y de la importancia que tiene saber diferenciar entre uno y otro para un proceso de sanación de una enfermedad autoinmune o crónica, estamos hablando de otros dos conceptos hermanos: la resignación y la rendición.


La resignación está íntimamente ligada al sufrimiento. La rendición, al dolor. Sobre estos dos conceptos he hablado en otras ocasiones, así que, si quieres leer más en profundidad aquí te dejo los enlaces (“Por qué no te interesa ser positiva cuando tienes una enfermedad autoinmune” y “Cómo hacer frente a un brote cuando tienes una enfermedad autoinmune”).


Y puede parecer que la resignación no tiene que ver con el sufrimiento porque, cuando hablamos de sufrimiento, estamos hablando de oponernos a la realidad, mientras que en la resignación hay ese punto de conformidad y de tolerancia a las adversidades. Sin embargo, si te fijas bien, cuando te resignas, toleras algo que precisamente no quieres, y eso es justo lo que te causa y te mantiene con tanto sufrimiento.


En pocas palabras, cuando hablamos de rendirnos estamos conectando con nuestra sabiduría interna. Ésa que hace posible que cedamos en lugar de que nos opongamos al flujo de la vida, que da lugar a los aprendizajes que deben integrarse.


Cuando me rindo, acepto y dejo de luchar. Y eso no significa que no haga nada (eso sería volver a punto de partida del sufriente); significa que no malgasto más mi energía en cambiar esa realidad como la estoy queriendo cambiar. En la aceptación, por extraño que parezca, hay acción, movimiento; la resignación es apatía, parálisis.


Lo esencial aquí es darnos cuenta de que la rendición es necesaria no para darnos por vencidos, sino para encontrar un camino verdadero y genuino por el que empezar a movernos.

Por tanto, el primer paso es diferenciar cuándo estamos bloqueados y cuándo estamos dándonos tiempo para gestionar todo lo que trae el momento, todo lo que supone tener una enfermedad autoinmune o crónica.

Solo sabiendo cuáles son las diferencias entre ambas experiencias, sabremos reconocer en qué punto estoy y qué es lo que tengo que empezar a atender. Hacer este descubrimiento requiere que conectemos con la verdad de nuestro corazón, y la habitemos.

Si sé que estoy permitiéndome y dándome tiempo para sentir todo lo que el diagnóstico, un nuevo síntoma o un nuevo brote traen consigo, sé que estoy haciendo un movimiento que, de por sí, es curativo. Como seres humanos, tenemos que abrirnos a ese dolor, porque encontrarnos con él nos permite seguir adelante.

Sin embargo, ¿Qué ocurre si no soy capaz de salir del sufrimiento? ¿Qué puedo hacer en este caso?


Apelar a la confianza

Para poder ser capaces de salir del sufrimiento es trascendental confiar. La confianza es abrirse a algo incierto, y eso cuesta. Porque, al final, la confianza es un lugar que se elige profundamente. Cuando nos agarramos a ella, no nos dejamos derrotar por lo seguro, por el miedo, por lo desconocido, por la incertidumbre.


Pero no debemos confundir confianza con fe. De la forma en que yo lo veo, la fe se deposita en algo o en alguien externo. Se tiene fe independientemente de lo que uno haga o deje de hacer porque es un gesto interno de aliento al que nos aferramos. Sin embargo, la confianza es resultado de un movimiento no solo interno, sino también externo.


Confiar implica ponernos en contacto con nuestra ilusión. Y a esa ilusión yo la tengo que alimentar. Para ello toca conocer en qué se sustenta mi ilusión: ¿Qué me alienta a seguir adelante? ¿Qué se esconde detrás de lo que me impulsa en la vida? Abrir este tipo de preguntas es necesario para cultivar esa confianza indispensable.


De modo que la confianza es lo que nos permite desarrollar nuestra capacidad de seguir adelante; es una disposición que se refleja en nuestra intención, en nuestro deseo de movilizar el proceso que estamos atravesando.


Para mí apelar a la confianza fue clave. Recuerdo que, cuando me vi con el peor brote que experimenté, lo que me empujó a movilizarme fue darme cuenta de que quizá no iba a conseguir nada, pero que en la “nada” ya estaba. Se me abría una pregunta a la que yo me aferré bien fuerte: <<¿Qué pasa si lo consigo, si mejoro?>> Sin duda merecía la pena arriesgarse e intentarlo.


Sin ser consciente de ello, le dije a la vida lo que quería; aún sabiendo que la vida podría tener otros planes para mí y que, si así fuera, me tendría que ajustar a ellos, me tendría que volver a rendir.


Ahí fue cuando empecé a poner en acción todo aquello que había estado investigando, leyendo y analizando durante el último año y pico. Actué porque confié, pero también confié porque actué. No era una fe ciega en que iba a mejorar así porque sí, sino porque tenía un plan, aunque ese plan lo tuviera que reajustar, como finalmente ocurrió.



Por último, me di cuenta de que era inevitable y, sin duda, necesario abrirse al camino, abrirse a lo que el viaje de sanación va trayendo en cada momento a cada uno, incluso aunque en un principio no sea precisamente sanación.


Descubrí que ese viaje siempre conlleva que nos adentráramos en una oscura espesura, la nuestra, y que nos enfrentáramos a nuestros miedos, que adoptaban la forma de las bestias y fantasmas que más tememos. Pero también se desveló que emprender el camino o permanecer en él traía consigo mirar de frente a nuestro descorazonado dolor y, con amor y compasión, transformarlo nuevamente en esperanza para seguir caminando hacia la sanación.

Que confíes, que siempre puedas.

Con cariño,






Post que te pueden interesar:


0 comentarios
bottom of page